Veinticinco de Agosto

 


Una vez un niño me preguntó por qué mi perro tiene un nombre tan raro. Para explicárselo, tuve que contarle la historia de cómo llegó a mí…

Cierta tarde, hace ya setenta años, me encontraba a orillas del río tirando piedritas que caían en el agua causando ondas expansivas. Era mi pasatiempo preferido. Al llegar de la escuela, apuraba el vaso de leche, comía un bocado de pan y salía corriendo hacia el campo saltando entre juncos y cañas, atravesando el tajamar para llegar al río.

Aquel atardecer ocurrió algo muy extraño. Cada vez que tiraba una piedra, haciendo salpicar el agua, oía el ladrido juguetón de un cachorro. Aunque no podía identificar con certeza de dónde provenía el sonido, me lo figuraba saltando enloquecido, moviendo su cola frenéticamente, intentando atrapar las piedras que yo lanzaba.

Todas las tardes del mes de julio fui al río a jugar con mi amigo invisible. Mis padres no me permitían tener un perro. Decían que era demasiada responsabilidad para un niño de nueve años.

En una de esas ocasiones, jugando con mi nuevo amigo, me quedé dormido en la orilla. Cuando desperté, ya había caído la noche.

Miré la luna, brillante, redonda y bondadosa. Pero quedé pasmado de asombro cuando descubrí lo que había en ella. Sobre la luna llena distinguí una silueta. Era el cachorro que saltaba y hacía cabriolas. ¡Mi amigo estaba en la luna! ¡De allí provenían los ladridos!

Era evidente que hacía intentos para bajar, pero ¿cómo había llegado allí?

Saqué un montón de conclusiones para poder revertir la situación y ayudarlo a bajar. Quizá la luna descendió una noche calurosa a remojar sus pies en el río y el cachorro saltó sobre su lomo justo cuando estaba retornado al cielo.

O quizá el cachorro, hambriento, dio un gran salto hacia la luna creyendo que era de queso.

O tal vez alguien le abandonó, tirándole muy alto para que no le siguiera.

Durante varios días pensé en un millón de maneras de bajarlo de allí. La más práctica sería construir una nave espacial para llegar hasta él. Pero esa idea quedó descartada, porque me llevaría mucho tiempo aprender a construirla.

Intenté levantar una torre con ladrillos que encontré en el galpón de mi casa, pero siempre terminaba desmoronándose.

El cachorro, al ver mis intentos, se ponía cada vez más ansioso por bajar.

Volví otra noche con un bolso lleno de cosas que mi padre guardaba en el galpón. No vi a mi amigo... Temí lo peor…

Pero estaba dormido en el lado oscuro de la luna y, al verme, empezó a dar saltos de alegría. Yo estaba decidido a bajarlo esa noche.

En el bolso encontré una cuerda. Se me ocurrió enlazar a la luna, como había visto a mi padre en las domas de caballos. No tenía mucha fe en mi habilidad con la cuerda. Fallé un millón de veces, pero mi determinación no dejó que me rindiera.

Hasta que, por fin, ¡conseguí echarle el lazo a la luna!

El cachorro, guiado por los ánimos que le daba, comenzó a bajar por la cuerda como un acróbata tembloroso. Por momentos se detenía, lleno de miedo, como queriendo darse la vuelta y volver a la seguridad de la luna, pero lo alenté a continuar hasta que llegó a mis brazos, saltando, ladrando y lamiendo mi cara, exaltado de felicidad, tan feliz como yo.

Lo llevé a casa y conté la increíble historia a papá y mamá. No me creyeron, pero me dejaron conservarlo, alarmados por (según ellos) la gran imaginación que mi enorme deseo de tener un perro me había llevado a desarrollar.

Nunca olvidaré esa noche, y nunca la olvidaré porque mi perro lleva el nombre de la fecha en que lo ayudé a bajar de la luna.


 Hace ya mucho tiempo que Veinticinco de Agosto regresó. Estaba muy viejo cuando me di cuenta de que quería volver. Se quedaba noches enteras a orillas del río mirando la luna. A veces le ladraba, juguetón, intentando dar un gran salto hacia ella, aunque con la gravedad de nuestro planeta, la Tierra, ya casi no podía caminar. Quizá por eso quería volver a vivir en la luna, donde la gravedad es mucho menor y se puede flotar de a saltitos.

Pero era más que eso… Al verlo comprendí que mi cachorro había nacido en la luna, y ahora, ya viejo, luego de compartir una vida entera conmigo, ansiaba volver a su hogar.

Lo acompañé hasta el día en que decidió marchar. Volver a la luna le fue más fácil que bajar, aunque, para mí, fue más difícil…

 

De este modo, niño, respondo a tu pregunta sobre el porqué del raro nombre de mi perro. Ahora comprendes que no soy un viejo loco por venir todas las noches a la orilla del río a tirar piedrecillas al agua para escuchar los juguetones ladridos de Veinticinco de Agosto.

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